«Los niños no entienden de literatura» ¿Pero quién había
dicho semejante tontería? A Gianni le faltaban dedos para poder contar los
libros que había leído en lo que iba de año, y no precisamente cuentos
infantiles. ¿Acaso el abuelo había leído algo más allá del manual de
instrucciones de su nuevo televisor? No, no tenía excusa, el abuelo era el que
no entendía de literatura, y el pobre no sabía lo que se estaba perdiendo. Gianni
no podía darle la razón, de ninguna manera, por más que insistiera en que un
chico de diez años debería estar correteando por la calle persiguiendo gatos. ¡Eso
es de canallas!
Su
madre le miraba suplicante con aquel brillo inconfundible en los ojos. Pedía un
momento de descanso entre queja y queja. -¿No
puedes esperar a que termine de limpiar la casa del abuelo?- le decía sin
soltar la fregona, empapada en aquel aroma de pino tan penetrante.
Gianni
la observaba atentamente. Su madre sí que compartía su pasión por la lectura.
Era una madre estupenda ¿Cómo entonces le había dado la razón al abuelo minutos
antes? Seguramente, buscando silenciarles, optó por darle la razón al que no
podía mandar callar, y hacer lo propio con el que sí. Se la veía agotada,
quizás por eso no tuviera ánimos para enfrentarse al abuelo, que tenía la
cabeza dura como un adoquín.
Según
ella, cuando la abuela vivía, él era un trozo de pan. -Siempre ha tenido mucho carácter, pero cuando estaba ella, era un
borreguito manso. Así que no se lo tengas en cuenta, solo hace lo necesario
para asegurarse de que le escuchan- le recordaba ella cuando el abuelo se
pasaba de la raya con su terquedad.
Gianni
miraba ansioso el reloj deseando salir de aquella oscura casucha. Era
prisionero del aburrimiento, de los documentales sobre guerras que el abuelo
veía constantemente. Como si alguna vez fuese a cambiar el pasado.
Se
resignó y acomodó. Cerró los ojos, y por un instante se dejó llevar. Allí, desde
el sofá de terciopelo verde, «o imitación
de aquello, que el abuelo no era ningún marqués»
voló por la habitación. ¡Era libre! Sin
esperar un segundo más, salió por la puerta y bajó a una velocidad imposible
los dos pisos que lo separaban de la calle. No había nadie paseando, como cabía
esperar de un día de verano a la hora de la sobremesa. Gianni cruzó la plazoleta,
bordeando la fuente del “Pececillo feliz”
y dobló la esquina pasando frente la cantina “La Constanza”, no sin antes disfrutar con el olor de su tarta de
manzana recién hecha, esa que solía dejar reposar en el alfeizar de la ventana.
Gianni pudo saborear el aire dulzón. Desde allí, solo debía seguir todo recto,
unos cincuenta metros, para encontrarse en el pequeño barrio comercial, en el
que le esperaba su ansiado destino: la librería de Marcelo.
Marcelo
vivía allí, para ser exactos, justo encima, y por ello se pasaba todo el día en
su local, leyendo y leyendo aquella gran colección literaria que poseía.
Marcelo era un adulto, y bastante, quizás fuera mayor que su madre, pero sin
duda alguna, Marcelo era su mejor amigo. Se había pasado medio verano en
compañía de aquel silencioso librero, al que, con el tiempo, había aprendido a
sacar una sonrisa, y hacerle hablar de libros e historias ocurridas en
aquella vieja librería a lo largo de
varias generaciones ya.
Gianni
continuó su etéreo viaje, deseoso de verse de nuevo entre aquellas paredes
repletas de historias, y al traspasar su puerta de madera vieja recién
barnizada, el olor a imprenta, a tinta, mezclado con cierto matiz a menta,
llenó sus pulmones. Era como estar allí. No, estaba allí. Podía ver a Marcelo, con su antigua máquina de
escribir, seguramente enfrascado en su secretísimo proyecto, en el que llevaba
trabajando tantos años y al cual solo Gianni había echado un ojo. No había
comprendido del todo de qué trataba aquella historia, pero aún así le maravilló
su dominio de las palabras, unas
palabras jamás oídas por él… palabras que ni el abuelo conocería, tan hermosas
al oído, tan llenas de sentido, incluso cuando él solo podía llegar a imaginarlo.
Marcelo,
rodeado completamente de montañas de libros mal organizados pero
estratégicamente colocados, era, sin lugar a dudas, la única persona a la que
Gianni envidiaba en todo el mundo, pero de una forma hermosa, mezcla de
admiración y un cariño casi paternal. Pues Marcelo, representaba todo lo que
Gianni podía esperar de un padre, una figura de la cual solo podía suponer sus
cualidades. Aquel era su paraíso, el de ambos,
su lugar favorito en la tierra.
Algo
pasaba. El olor a menta que le llegaba de la pequeña maceta que Marcelo cuidaba
con tanto mimo, se estaba degradando, tornándose más fuerte, penetrante. Gianni
cerró con fuerza los ojos para no perder aquella perfecta ensoñación. Su madre interfería, golpeando sus pies con
la fregona al pasar bajo el sofá, en el que no quería recordar encontrarse.
Luchó
por devolver al ambiente su olor a menta, dejando lejos rastro alguno de pino,
y de nuevo lo vio, todo aparecía ante sus ojos con la misma nitidez anterior,
incluía aquella pila de libros tan viejos y destrozados, que Marcelo siempre
conservaba sobre el mostrador. El tiempo los había tratado tan mal, que a simple vista podían parecer inútiles,
pura basura ya, pero para Marcelo, eran los mayores tesoros de aquel cofre de
pirata.
Establecido
de nuevo allí, quiso acercarse a Marcelo, y se sorprendió, pues podía hacerlo,
tan fuerte era su vínculo con aquel lugar que su mente podía llegar a recrear
cualquier situación con todo lujo de detalles. Marcelo levantó la vista,
apartándola de su escritura y clavó sus ojos oscuros y cansados, en los de Gianni.
Entonces, quiso hablarle, pensó las palabras y aparecieron allí, listas para
que Marcelo las cogiera al vuelo. -¿Este
año montarás un puesto en la feria del libro, allá en la gran ciudad?
Marcelo
era un hombre tranquilo, con más sueños olvidados que cumplidos, con más
recuerdos que futuro vislumbraba. Gianni le conocía bien, no necesitaba
escuchar su pasado, su vida… él le conocía ahora, conocía su sonrisa sincera, y
podía diferenciarla de la otra que significaba “Tranquilo, estoy bien” aunque
no fuera verdad. Gianni comprendía cada gesto y expresión de su amigo, y por
tanto, conocía la importancia de aquel
sueño, hasta el punto de sentir suyo el deseo de cumplirlo algún día.
La
lejanía y el costoso proceso terminaban por posponer aquel sueño año tras año,
como lo sería también en esta ocasión. Marcelo le sonreía a pesar de negar con
la cabeza. Gianni podía comprender aquel ambiguo conjunto de expresiones sin oír
la respuesta, pues ya conocía las palabras que le seguirían. Marcelo le había
contado que tenía unas palabras mágicas, esas que podían dar esperanza y
mantener el deseo intacto durante un año más, y que durante mucho tiempo,
habían conseguido alimentar su esperanza, y esperar un milagro futuro. -El año que viene, tal vez-
Aún con los ojos cerrados, sobre aquel sofá de
falso terciopelo verde, Giani sonrió por primera vez en todo el día, una sonrisa
plena, llena de dicha, pues aquella tarde, había recibió un regalo inesperado de
su propia mente. Podía estar en su sitio favorito cuando quisiera.
Fin
Rubén Aído Cherbuy.
Muy bonito y muy melancólico. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarGracias Chechu! me hace ilusión compartirlo con vosotros por aquí. En este momento estoy trabajando en esta historia para que sea mi próxima novela, creo que Gianni tiene mucho que contar aún ;)
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